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  • cmsantosballestero

La señorita Pilar

La señorita Pilar era tierna como un bizcocho. Una mujer dulce como la miel. De vestimenta extravagante, muy floral, nunca pasaba desapercibida, y eso que era baja, bajita, pero desde luego, para nada menuda. Tenía unos hombros holgados y muy poco cuello, parecía uno de esos triángulos isósceles invertidos. Un muy sonoro caminar y una gran presencia, con muy poco saber estar. Con un corte de pelo en forma de champiñón y unas gafas de tubo, con un marco del mismo color rojizo de sus poco carnosos labios. La señorita Pilar era afable. Elocuente y atrevida, tenía muy poco pudor. Acostumbraba a sacar, aunque a la fuerza, risitas por doquier.

Llegaba al colegio a casi la misma hora todos los días, justo un poquito después de la bulla haberse disipado en varias clases. Solía darle la risa cuando tenía que hacer reprimendas de aquellos tardíos alumnos que llegaban, a veces, hasta un poco antes que ella. Se excusaba alegando que los principios de la institución no tenían por qué ser los suyos, aunque fuese obligada a acatarlos sin chistar. Siempre me pareció esa su actitud hipócrita e injusta, y sobre todo de una grandísima altanería. Pero es que se justificaba con tanta gracia y donaire, que se me hacía de mal gusto no hacer ojos ciegos y oídos sordos a esas injusticias e hipocresías.


La señorita Pilar, iba acompañada por una pequeña montaña de papeles mal doblados, en una añeja y destrozada carpeta, a la que mucho cariño tenía, y un bolígrafo mordido en su oreja. Parecía holgar, yendo cargada cual mula de aquí para ya con tanto papel arrugado. Ningún uso les daba. Pues, aunque estuviese hasta arriba de papeles, trabajo y estrés siempre priorizaba a quienes a por su ayuda venían, y si ese no fuera el caso, se mantenía ocupada con otros más mundanos quehaceres.


La señorita Pilar daba clase a los mayores. Sus alumnos cariñosamente la habían apodado regadera. Pensaba yo, cuando era aún más iluso que ahora, que era por su afición a las flores y que, por eso trataba a sus alumnos como frágiles brotes que debía regar a diario para que florecieran hermosamente. Esta pequeña teoría se demostró errónea. Fue cuando yo pasé a formar parte de los mayores, sin haber abandonado en lo absoluto las mañas de los pequeños, que me vi salpicado sin previo aviso por el desbordante conocimiento de la señorita Pilar. Y desde ese descubrimiento, evitaba la primera línea del frente. Poco asquerosos eran aquellos que el frente elegían y mal aventurados los que ella elegía para ocupar esos lugares.


Las clases de Pilar eran un verdadero campo de batalla, donde la única armada invencible era ella. Pronto me deparé con que esa tibia purpurina que de su boca salía, era pólvora dejada atrás por sus penetrantes palabras. Ahondaba en mí, como brote de una hermosa flor los caprichosos y afilados vocablos. Pasmado, por palabras parsimoniosas, que eran puros proyectiles, atónito me quedé ante la figura de autoridad de la profesora Pilar. Entonces pensé “Vaya… Cuánto poder tiene un docente en un par de palabras”. Desperté de la simpleza en que, como niño, dormido estaba. Avivó en mí el ansia del saber y floreció cual hermoso brote.


Nunca supe si la señorita Pilar fue consciente del cambio que en mí hizo. Nunca se lo hice saber, uno de mis más grandes arrepentimientos. De vez en cuando, me acuerdo de ella mientras riego mis plantas o alguna palabra me hace mella. Ahora intento yo seguir su legado y espero de alguna forma despertar en alguien lo que en mí despertó la señorita Pilar. Espero algún día ser tan buen jardinero como ella. Tal vez en un futuro, alguien me conserve en sus memorias con la misma ternura que yo conservo a la señorita Pilar.



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